Hijos de inmigrantes
Por
Rafael Roncal
Ser hijo de inmigrantes implica, la mayoría de las veces, defender una y otra vez su pertenencia al lugar donde nacieron para ser reconocidos y aceptados como ‘americanos’. Ese lugar común es una antojadiza y falsa representación que algunos endilgan a los hijos de los inmigrantes, quienes son forzados a reclamar iterativamente su individualidad en un país –paradójicamente– hecho y construido por inmigrantes. La argucia se acentúa aún más si traemos a colación los principios fundacionales de Estados Unidos: libertad e igualdad de oportunidades, dos ideas abstractas que nos definen como ‘americanos’ y como nación. Más allá de los números –actualmente hay en Estados Unidos más de 20 millones de jóvenes adultos americanos cuyos padres son inmigrantes–, una joven fotógrafa americana-peruana-argentina Quetzal Maucci publicó en el diario The New York Times un documental fotográfico basado en los reveladores testimonios de los hijos de inmigrantes –como ella– que buscan encontrar su propia voz e identidad, de afirmarse como individuos al margen de discusiones bizantinas o teoréticas que dan cuenta de sus logros educativos y económicos en un contexto utilitarista.
Los testimonios de su niñez –de esos hijos de inmigrantes– reflejan una compleja identidad cultural y el modo cómo definen a la ‘cultura americana’ que tiene un tácito impacto en la comunidad donde viven. Esos jóvenes tienen raíces afianzadas en diferentes lugares del mundo y aprenden, como los jóvenes migrantes alrededor del mundo, a adaptarse rápidamente en un mundo globalizado, amén de ser también viajeros emperdenidos inmersos en una vorágine constante de absorber costumbres e ideas de los lugares donde viven y visitan.
Como Quetzal, quien es ‘americana’ de nacimiento, esa etiqueta no refleja lo que sienten y significa –como niños nacidos de padres inmigrantes– crecer entre culturas, en una constante tensión entre la vida escolar y la cultura que sus padres mantienen en casa, lugar al que regresan todos los días después de clases. Muchos de nuestros hijos, como el caso de esta joven peruana-argentina-americana, cenan lomo saltado, ají de gallina o asado de tiras, mientras sus compañeros comen en la escuela un sanguche de mantequilla de maní y mermelada y celebran con gran entusiasmo festividades como el Día de Acción de Gracias. En ese tirante ambiente, nuestros hijos se sienten extraños hablando español por la incomoda tensión de sentirse que no son de acá ni de allá, de norteámerica o sudamérica, una incómoda situación de la que quieren liberarse.
Pruebas al canto:
“Cuando otros te preguntan: ‘¿De dónde eres?’ respondo de New Jersey, pero nunca están satisfechos con mi respuesta porque no explica la razón del apellido que tengo, el color de mi piel o porque habló español”. Alex Santana (21), hispano-dominicano-americano.
“Me gustaría decir que me siento cómodo diciendo que soy argentino, pero todos los años cuando retorno a Argentina me recuerdan que he sufrido grandes cambios culturales desde que tenía 9 años, y no importa cuán perfecto es mi español siempre hay pequeños indicios para ellos de que no soy uno de ellos”. Alex Fizbein (19), argentino-americano.
“ No me veo a mi mismo como un ‘hijo de inmigrantes’ per se, más bien siento que la etiqueta viene cargada de estereotipos: el viejo cliché de llegar a un nuevo país sin nada con la consabida lucha de la asimilación. Lo cierto es que mi padre llegó a Estados Unidos con una maestría y hablando el inglés con fluidez”. Michael Shame (21), sirio-húngaro-americano.
“Creo que lo más importante es el lugar donde uno está, pero al mismo tiempo es esencial no olvidar de donde uno vino. No debemos renegar de nuestras raíces para ser parte de la sociedad americana”. Avnee (22), británico-indio-americano.