La mitología de los griegos muestra a los dioses jugando con la creación. De especial interés es reconocer que para los de esa cultura, su aceptación de múltiples dioses era el modo que explicaban la buena fortuna, o la falta de esta. Argumentaban cómo estos ídolos, o se mostraban hostiles o con buena voluntad hacia las creaturas. Su influencia cultural y religiosa prevaleció por muchos siglos. En este ambiente cultural y religioso, es que se manifiesta todo el misterio de la fe judeo-cristiana. Los judíos, como pueblo, se sentían privilegiados de haber sido escogidos por Yahvé, el Señor. Su orgullo y vanidad fue factor importante en la no aceptación de Jesús, como salvador. ¿Cómo puede Jesús ser el redentor prometido, con su pobreza y falta de rango en la sociedad judaica? Por eso fue juzgado por los doctores de la ley, como un ‘charlatán’ e impostor, reo de muerte.
Todo el incidente muestra a qué grado de negación se puede llegar, cuando el privilegio y alcurnia en que vivían los Fariseos fue amenazada por el hijo de María y del carpintero de Nazaret. ¡Básicamente, fue un juego de poder! Este hombre, obrando milagros y predicando una nueva doctrina, estaba socavando todo el modo de vivir del pueblo. Matarlo no era problema de conciencia para aquellos que eran ‘maestros de la ley’. ¿Incongruente? Pues, sí, pero no raro cuando es cuestión de defender intereses creados. Triste admitirlo, pero es lo que ocurre también hoy, tanto en la Iglesia, la política, la familia y los negocios. Creer en Dios, en su hijo Jesús, el Redentor, y la continua obra del Espíritu Santo, es el corazón de la fe católica. Cautiva del pecado y como tal, enajenada de su creador, la humanidad vive en continua necesidad de redención.
Algunos, posiblemente muchos, deciden enajenarse de la práctica de la religión. Sus argumentos, usualmente, son quejas sobre la innegable realidad de una iglesia pecadora y la falsedad de los seguidores de Cristo Jesús. Pecadores son todos, en continua necesidad de redención. El Concilio Vaticano II clasificó la Iglesia como una institución ‘en continua necesidad de reforma’ (Semper Reformandam). Esa verdad es difícil de aceptar, siendo que la Iglesia es el único recurso que tiene el creyente de alcanzar todo el misterio de Dios y la gracia santificante que fluye de Él. Se vive el bautismo con una continua sed de divinidad. ¡Esa es la evidencia más clara de la presencia del Espíritu Santo que sostiene y adelanta cada suspiro del ser humano! El gran San Agustín lo expresaba de esta manera: “Nos hiciste, Señor, para ti y nuestro corazón está inquieto, hasta que descanse en ti”.
Los grandes místicos, como Sta. Teresa de Ávila (1515-1582) y San Juan de la Cruz (1542-1591), Carmelitas, escribieron ensayos y poemas que después de tantos siglos, siguen siendo una gran inspiración para todos. Ellos sirven de modelos, ejemplos preclaros de la capacidad que tiene el ser humano de amar a Dios. Ese amor es ‘transformativo’, o sea, cuando el discípulo de Cristo se entrega totalmente, su vida cambia. Pero no hay duda, que los esfuerzos del discipulado continúan siendo un reto grandísimo. Se nace con un amarre al pecado que se convierte en amenaza para todo bautizado que se esfuerza por ser fiel a su fe.
El tiempo de Adviento que actualmente vive la Iglesia, es una de esas oportunidades en el calendario litúrgico, de renovar el empeño de conversión. La figura de Juan el Bautista aparece en las Sagradas Escrituras, de este tiempo, como el heraldo que anticipa la llegada del prometido Mesías. Su austeridad y su llamado es a una revisión de vida. Un mirar de cerca de cómo el bautizado esta viviendo con fidelidad su fe católica. Por supuesto, el ambiente es festivo y comercializado al extremo. No es fácil concentrar en todo el misterio de Dios hecho hombre. La escena del pesebre, con las conmovedoras figuras de Jesús, José y María, son indelebles en la memoria de los creyentes. Lo que se intenta es motivar a la devoción, a una actitud de asombro y de admiración. Es recordar en vivo lo que el evangelista San Juan señaló, “Tanto amó Dios al mundo, que nos dio su propio Hijo” (3:16). Y claro, aquí lo difícil es no dejarse absorber en toda la comercialización del tiempo navideño.
¡Navidad es necesaria! Muy especialmente cuando, una vez más, el mundo se siente amenazado y ansioso con los rumores e intentos de guerra. La ironía es que el Hijo de Dios se hizo hombre, precisamente para que la paz fuese una realidad entre todos los hijos/as de Dios. En eso es lo que se debe meditar, una vez más, inclinados reverentes ante el humilde pesebre.
“Y el Verbo se hizo carne y habito entre nosotros, y hemos visto su gloria, gloria como del unigénito del Padre, lleno de gracia y verdad” (Juan 1:14)
