¡Es todo un misterio! El ser humano fue creado a imagen y semejanza del Dios creador, lleno de gracia y santidad. Se distinguía de las demás creaturas por su uso de razón y libre voluntad. Hablaba y se relacionaba con Dios a manera natural. Era un idilio de amor y paz en un lugar conocido como “el paraíso”. Pero la ambición de poder le cegó y se enajenó del amor del Creador, desobedeciendo sus mandatos. ¡Fue una ofensa divina! Desde entonces, el ser humano quedó impedido de su libertad y de todos los beneficios que había recibido. Se hizo esclavo de su propia necesidad y sus apetitos. De ahí, que todos viven esa misma situación. Se desarrolla la conocida tensión entre lo que sé que debo de hacer y lo que no. En cada momento que la tentación asalta, se repite la angustia de una decisión. La fragilidad de la condición humana debate en su conciencia cómo debe de actuar.
Un pecador habitual, no tiene ese problema. Ya esa conciencia ha quedado deshabilitada. El reto propiamente es del que todavía permanece sensible y se preocupa por vivir en la gracia de Dios. Cada estado de vida: los casados, solteros y los religiosos, tienen el mismo desafío. Es cierto, que muchos que visitan un convento o monasterio, expresan la paz que palpan en el ambiente. Y no es para menos…, pero los que viven ahí, se enfrentan a toda una realidad distinta. Malos entendidos, choques de carácter, conflicto en opiniones, y todo como parte de la condición humana fallida. A pesar de esa realidad humana inevitable, prevalece la gracia de un amor preferencial por el Amado. Se aprende a vivir en comunidad, no a modo conformista, como si no existiese ya un remedio, pero con una actitud de confianza y abandono en la Providencia. Es ese Dios enamorado que se encarnó en su Hijo Jesús y por la continua obra de Su Espíritu, quien sostiene y adelanta cada suspiro del ser humano.
La vida espiritual se ha descrito muchas veces como ‘una jornada’. Guiado por la fe, el discípulo abraza con empeño, los contratiempos y las ilusiones que son parte de esa experiencia. Se camina entre luces y sombras, o sea, a la merced de la mencionada Providencia. Y es que la condición humana, en toda su fragilidad, no tiene otro remedio. La esclavitud del pecado fue liberada por la pasión, muerte y resurrección del Hijo de Dios. ¡Un ser humano-divino que redime una ofensa humana contra la divinidad del Creador! Con gran certitud el apóstol Pablo afirma, en su carta a los Romanos 5/20-21: “En cuanto a la ley, únicamente sirvió para que el delito se multiplicara. Pero donde abundó el pecado, tanto más abundante fue la gracia. Así que, lo mismo que el pecado implantó el reinado de la muerte, ahora será la gracia la que reine restableciéndonos en la amistad divina y conduciéndonos a la vida eterna por medio de Jesucristo, Señor nuestro”.
El creyente debate en su conciencia continuamente la duda sobre el valor del esfuerzo de vivir en gracia. Cuán fácil es caer en la mentalidad de, “¿para qué seguir tratando, si siempre caigo en lo mismo?” La actitud fatalista es la plaga de las almas buenas que se cansan de los continuos fracasos. Por eso es urgente una buena dosis de esperanza, que sostenga y anime al seguidor de Cristo Jesús. Un atleta, que aspira a ser campeón, nunca pierde de vista la meta de sus esfuerzos. Claro, hay momentos cuando su fatiga lo lleva a preguntarse lo mismo. Como dice el proverbio, “se pierde una batalla, pero se sigue en la lucha.” ¡Cuántas desilusiones y desánimos! Así ha sido siempre para todos los creyentes en la larga historia de salvación. La ironía en esta situación es que, todos tienen acceso al sacramento de la Confesión para restaurar la gracia, pero pocos se aprovechan. Mayormente, es el respeto humano y el orgullo lo que bloquean la decisión de una buena confesión.
En el calendario litúrgico, hay tiempos oportunos para retomar la inquietud de una vida en gracia. Adviento y Cuaresma son días ideales de volver a la ‘casa del Padre’. No, no es cuestión de un sentimiento pasajero de culpabilidad, es propiamente hacerse vulnerable al llamado del Espíritu, quien, con la ternura de un amor incansable, toca a las puertas del corazón. El ser humano, en su condición limitada, jamás entenderá lo que es el amor del Padre. Ahí no existe otro sentimiento que el de ternura y compasión. Por eso es que esos tiempos fuertes de oración y penitencia ya mencionados, si se aprovechan, son siempre una bendición para el creyente.
A diario, vivimos de la mano de la Divina Providencia. Por eso a diario también, ese sentimiento de profunda gratitud debería de enriquecer la vida de fe de todos. La vida no es ‘una cruz demasiado de pesada’, como en algún momento dado de fatiga espiritual, podría pensarse. ¡Cuánta inspiración y consolación, es saberse amado, perdonado y guiado, a modo incondicional por Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo!
