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La gran semana de salvación

Como un gran concierto de música clásica, toda la experiencia de Cuaresma llega a su ‘crescendo’ máximo, en la Gran Semana de Salvación. Vitoreo de palmas, clamores de júbilo, corazones agitados por una alegría piadosa…todo eso y más, es lo que identifica el Domingo de Ramos.  Litúrgicamente, no solo es la apertura de la Gran Semana de Salvación, es también el cumplimiento de las profecías, según leemos ese mismo día, del Evangelio de Mateo 21/10-11 “Cuando Jesús entró en Jerusalén, toda la ciudad se conmovió. —¿Quién es este? —preguntaban.  —Este es el profeta Jesús, de Nazaret de Galilea —contestaba la gente.”  

Es la fe de un pueblo creyente la que insiste en celebrar el cumplimiento de las profecías.  Sí, del mismo modo que lo hizo unas semanas atrás, con el nacimiento del Hijo de Dios.   Expresión de una fe profunda, sin duda, de un pueblo que en general, no conoce las Sagradas Escrituras, pero que las vive en la insistencia de la tradición.  El desafío sigue siendo, evidentemente, cómo evangelizar esa ‘religión popular’, según la vive y la celebra el Pueblo de Dios.  Con tesón de un profundo arraigo, el corazón del pueblo palpita devotamente.  ¿Qué es parte de su cultura hispana?  ¡Cierto, lo es!  Pero no por eso es menos válida y valiosa. 

Desde la reforma litúrgica de Vaticano II (1962-65), la meta es la conversión del Pueblo Santo de Dios. O sea, que los creyentes no se queden solo en la práctica de unos actos piadosos, pero que todo el conjunto de los ritos los lleve a una toma de conciencia de su propia vida de fe. ¿Cómo explicar ese comportamiento errático de aquel pueblo?  En apenas 3 días, un grito triunfal ‘Hosana, bendito el que viene en nombre del Señor’, se torna vengativo y cruel.  ‘¡Crucifícalo, crucifícalo…!’ Bochorno inexplicable, pero no del todo sorpresivo.  Todo el evento resalta la fragilidad e inconsistencia de la condición humana. Es esa condición la misma que Cristo asumió. Desde su abajamiento y humillación, el mismísimo Hijo de Dios, nos regala la redención prodigiosa de los hijos e hijas de Adán y Eva. 

El ondear de palmas y toda la algarabía de ese día, cambia dramáticamente, cuando el Jueves Santo nos lleva al aposento alto.  Dice Juan en su evangelio sobre esa noche, “si pues yo, el Señor y Maestro he lavado sus pies, también ustedes deben lavarse mutuamente los pies.  Les he dado el ejemplo, para que, así como yo hice con ustedes, así también ustedes lo hagan”. (13/14).   Noche solemne, no solo por la institución de la Eucaristía y el Sacerdocio, sino también por ese mandato que sigue siendo el corazón de la Iglesia de Jesucristo, “para que, así como yo hice con ustedes, así también ustedes lo hagan”.

Aunque no siempre se ha tomado en cuenta, el ministerio de servicio, ese atrevido y simbólico lavarse los pies unos a otros, es decisivo y determinante de la autenticidad de una comunidad de fe. Tal testimonio no existe en un vacío…, se da como consecuencia de un convivir, de una decisión diaria de seguir a Cristo, en el contexto de la vida comunitaria.  Ese compartir libre y voluntario entre hermanos, desafía la continua tentación a un individualismo radical. La absorción egoísta se acentúa desde una vida célibe que tiende a buscar compensación. Se da con frecuencia un sentimiento secreto del consabido, “yo, que he sacrificado tanto, me lo merezco”.  

La vida en familia, la exigencia de prohibirse el aislamiento es para el creyente el camino de la cruz (vía crucis).  Bien lo decía la gran Teresa de Ávila referente a la vida comunitaria, cuando la comparaba con el calvario. La Gran Semana de Salvación es una invitación a una toma de conciencia de cómo cada cual escoge vivir su vida de fe.  Y esto, siempre sin perder de vista la gloria de la tumba vacía.  

 

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