El nuevo libro del Papa, «La fuerza del Evangelio: La fe cristiana en 10 palabras», fue publicado hoy, 20 de noviembre, por la Libreria Editrice Vaticana. El volumen, editado por Lorenzo Fazzini, es una recopilación de discursos y alocuciones del Pontífice, junto con una introducción inédita, que publicamos íntegramente a continuación.
Diez palabras. Diez palabras no son muchas, pero pueden dar inicio a un discurso sobre la riqueza de la vida cristiana. Así, para comenzar, de estas diez palabras me gustaría elegir tres, como inicio de un diálogo imaginario con quienes lean estas páginas: Cristo, comunión, paz. A primera vista, pueden parecer términos inconexos, sin relación entre sí. Pero no es así. Se pueden entrelazar en una relación que me gustaría profundizar aquí con ustedes, queridos lectores, para que juntos podamos captar su novedad y significado.
En primer lugar, la centralidad de Cristo. Cada bautizado ha recibido el don del encuentro con Él. Ha sido alcanzado por su luz y su gracia. La fe es precisamente esto: no el esfuerzo titánico de alcanzar a un Dios sobrenatural, sino la acogida de Jesús en nuestra vida, el descubrimiento de que el rostro de Dios no está lejos de nuestro corazón. El Señor no es ni un ser mágico ni un misterio incognoscible, se ha hecho cercano a nosotros en Jesús, en ese Hombre nacido en Belén, muerto en Jerusalén, resucitado y vivo hoy. ¡Hoy! Y el misterio del cristianismo es que este Dios desea unirse a nosotros, hacerse cercano a nosotros, convertirse en nuestro amigo. Para que nosotros nos convirtamos en Él.
San Agustín escribe: «¿Entendéis, hermanos? ¿Os dais cuenta de la gracia que Dios ha derramado sobre nosotros? Maravillaos, regocijaos: ¡nos hemos convertido en Cristo! Si Cristo es la cabeza y nosotros los miembros, el hombre total es Él y nosotros» (1). La fe cristiana es participación en la vida divina a través de la experiencia de la humanidad de Jesús. En Él, Dios ya no es un concepto o un enigma, sino una Persona cercana a nosotros. Agustín experimentó todo esto en su conversión, tocando con la mano la fuerza de la amistad con Cristo que cambió radicalmente su vida: «¿Dónde estaba yo cuando te buscaba? Tú estabas delante de mí, pero yo me había alejado de mí mismo y no me encontraba. Mucho menos te encontraba a Ti» (2).
Cristo, además, es principio de comunión. Toda su existencia estuvo marcada por esta voluntad de ser puente: puente entre la humanidad y el Padre, puente entre las personas que encontraba, puente entre Él y los marginados. La Iglesia es esta comunión de Cristo que continúa en la historia. Y es una comunidad que vive la diversidad en la unidad.
Agustín recurre a una imagen, la de un jardín, para ilustrar la belleza de una comunidad de fieles que hace de sus diversidades una pluralidad que tiende a la unidad, y que no cae en el desorden de la confusión: «Posee, hermanos, ese jardín del Señor, posee no solo las rosas de los mártires, sino también los lirios de las vírgenes y las hiedras de los esposos y las violetas de las viudas. En una palabra, amadísimos, en ningún estado de vida los hombres duden de su propia vocación: Cristo murió por todos. Con toda verdad, de Él se ha escrito: “Él quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Tm 2, 4)» (3). Esta pluralidad se convierte en comunión en el único Cristo. Jesús nos une más allá de nuestras personalidades, de nuestros orígenes culturales y geográficos, de nuestra lengua y de nuestras historias. La unidad que Él establece entre sus amigos es misteriosamente fecunda y habla a todos: «La Iglesia está formada por todos aquellos que están en concordia con los hermanos y aman al prójimo» (4).
De esta concordia, de esta fraternidad, de esta proximidad, los cristianos pueden y deben ser testigos en el mundo actual, marcado por tantas guerras. Esto no depende solo de nuestras fuerzas, sino que es un don de lo Alto, un regalo de ese Dios que, con su Espíritu, nos ha prometido estar siempre a su lado, vivo junto a nosotros: «Tanto uno tiene el Espíritu Santo, cuanto ama a la Iglesia» (5). La Iglesia, hogar de pueblos diferentes, puede convertirse en signo de que no estamos condenados a vivir en conflicto perpetuo y puede encarnar el sueño de una humanidad reconciliada, pacificada, concordante. Es un sueño que tiene un fundamento: Jesús, su oración al Padre por la unidad de los suyos. Y si Jesús oró al Padre, con mayor razón debemos orarle nosotros para que nos conceda el don de un mundo pacificado. Y, finalmente, de Cristo y de la comunión, la paz. Que no es fruto de la opresión ni de la violencia, no está emparentada con el odio ni con la venganza.
Es Cristo quien, con las llagas de su Pasión, se encuentra con los suyos diciendo: «La paz sea con vosotros». Los santos han dado testimonio de que el amor vence a la guerra, que solo la bondad desarma la perfidia y que la no violencia puede aniquilar la opresión. Debemos mirar de frente a nuestro mundo: ya no podemos tolerar las injusticias estructurales por las que quien más tiene, tiene cada vez más, y viceversa, quien menos tiene, se empobrece cada vez más. El odio y la violencia corren el riesgo, como una pendiente, de desbordarse hasta que la miseria se extienda entre los pueblos: precisamente el deseo de comunión, el reconocernos hermanos, es el antídoto contra todo extremismo.
El padre Christian de Chergé, prior del monasterio de Tibhirine, beatificado junto con otros dieciocho religiosos y religiosas mártires en Argelia, después de haber vivido la experiencia del encuentro cara a cara con los terroristas, recibió de Cristo, en comunión con Él y con todos los hijos de Dios, el don de escribir palabras que aún hoy nos hablan, porque provienen de Dios. Preguntándose qué oración podría dirigir al Señor después de una prueba tan difícil, hablando de quienes habían invadido violentamente el monasterio, escribió: «¿Tengo derecho a pedir "desarmadlo", si no empiezo a pedir "desarmadme" y "desarmadnos", como comunidad? Es mi oración diaria». Precisamente en la misma tierra del norte de África, unos 1600 años antes, Agustín señalaba: «Vivamos bien y los tiempos serán buenos. Nosotros somos los tiempos» (6).
Nosotros podemos marcar nuestro tiempo con el testimonio, con la oración al Espíritu Santo para que nos convierta en hombres y mujeres contagiosos de paz, acogiendo la gracia de Cristo y difundiendo en el mundo el perfume de su caridad y misericordia. «Nosotros somos los tiempos»: no nos dejemos llevar por el desánimo ante la violencia que presenciamos; pidamos a Dios Padre, cada día, la fuerza del Espíritu Santo para hacer brillar en la oscuridad de la historia la llama viva de la paz.
Ciudad del Vaticano, 16 de octubre de 2025
1 San Agustín, Comentario al Evangelio de Juan, 21,8
2 Ídem, Confesiones, V, 2, 2
3 Id., Discursos, 304, 3
4 Ibíd., 359, 9
5 Ídem, Comentario al Evangelio de Juan, 32, 8,8
6 Ídem, Discursos, 80, 8
