Cuando el Espíritu Santo descendió el Día de Pentecostés como un viento impetuoso y lenguas de fuego, la multitud, al escuchar el estruendo, se congregó asombrada al descubrir que cada uno entendía en su propia lengua lo que se proclamaba".
La multitud se dividió en tres grupos. Ahí estaban nuestra Santísima Virgen María, los Apóstoles y otros discípulos de Jesús. Luego estaban aquellos de diferentes países, quienes hablaban diferentes idiomas (todas las naciones del mundo) y se asombraron y alegraron por el milagro de poder entenderse a pesar de sus diferencias. Había un tercer grupo, lugareños y visitantes, que se burlaban de ellos. Me gustaría explorar cómo se desarrolla esta experiencia en nuestro mundo actual.
El Espíritu Santo no solo descendió y llenó los corazones de los seguidores de Jesús, sino que también descendió sobre la diversa multitud que se encontraba fuera del Cenáculo y sobre el mundo entero. Eso fue extraordinario, la multitud multicultural de extranjeros y desconocidos, quienes hablaban diferentes idiomas, de pronto pudieron entenderse todos entre ellos mismos. Ellos eran uno.
Esta unidad en la diversidad es una marca de la Iglesia. Es algo que está incluso expresado en nuestro nombre “católico” que significa ‘universal”. Es por medio de nuestro bautismo que estamos unidos en Cristo, somos un pueblo –una persona– de todas las naciones, etnicidad, raza, cultura, idioma, nivel socioeconómico y más. Algunos en nuestro mundo actual ven esas características como algo que separa, que califica a las personas de otros lugares como "diferentes", la Iglesia reconoce y se regocija por la bendición de que todos somos un solo cuerpo. Hermanos y hermanas en una sola familia donde todos -y todo en la creación- estamos interconectados.
La multitud de extranjeros en Jerusalén también experimentó una muestra de esta unidad en la diversidad. Mientras se preguntaban qué significaba lo sucedido, Pedro les profesaba que lo que presenciaban era el cumplimiento de la promesa de Dios, dicha por los profetas, de que el Señor derramaría su Espíritu sobre todos. Si Dios escribió su ley en tablas de piedra en el primer Pentecostés después del Éxodo de Egipto, ahora escribe su ley -la del amor- en los corazones de las personas.
Por tal motivo, las personas en este segundo grupo, que se desconocían entre sí, se unieron gracias a que sus corazones estaban abiertos a la obra del Espíritu Santo. Al oír estas cosas, todos se conmovieron, y dijeron a Pedro y a los Apóstoles: “¿Qué debemos hacer?” Pedro les respondió: “Conviértanse y háganse bautizar en el nombre de Jesucristo para que les sean perdonados los pecados, y así recibirán el don del Espíritu Santo” (Hechos 2:37).
A ellos se les prometió el Espíritu de Amor que procede del Padre y del Hijo, una comunión de personas divinas en la Trinidad, y también el Espíritu de Verdad, incluida la verdad de que nosotros como personas somos seres sociales que estamos hechos para la comunión entre todos.
Este segundo grupo también lo podemos ver en las personas de buena voluntad de nuestro tiempo que anhelan “la fraternidad universal de la humanidad”, entendiendo que todos somos una sola familia. Estas personas no ven las fronteras nacionales como algo que divide a las personas, sino como umbrales que las vinculan y las unen, como lo expresó el cardenal McElroy cuando era obispo de San Diego.
A pesar de estas aspiraciones, nuestro mundo hoy está lleno de discordia y división. La historia de la confusión de lenguas en Babel, que representa cómo el orgullo rompe las comunicaciones y convierte a los parientes en enemigos, continua vigente en nuestros días. En la actualidad, el orgullo ideológico a menudo conduce a las personas a hablar sin entenderse entre ellas y no a hablar entre ellas, lo que ha generado una polarización cultural y política. Es el resultado de aquel primer pecado: tras apartarse de Dios, Adán y Eva se enfrentaron, hermano contra hermano. Esos crímenes de Caín -guerras entre hermanos- siguen ocurriendo.
Como lo he estado diciendo, hoy en Estados Unidos los migrantes y refugiados de otros países están siendo menospreciados por algunos, perseguidos por agentes federales enmascarados y armados para ser expulsados en algunos casos a una prisión extranjera que viola derechos humanos básicos. La persecución no es solo contra los indocumentados que han cometido crímenes violentos, sino que también están persiguiendo a estudiantes y residentes permanentes que están productivamente empleados. Como resultado, las familias están siendo forzosamente separadas, las comunidades están siendo divididas; el núcleo mismo y la base de nuestra sociedad, que es la familia, la comunidad y la fraternidad, se ha fracturado.
Los funcionarios gubernamentales que diseñan estas políticas que violan la dignidad humana, que separan familias y dividen comunidades, y los oficiales que las implementan a sabiendas del mal que causan, constituyen el tercer grupo fuera del Cenáculo en Pentecostés. Son los que se burlaron de las maravillas del Espíritu Santo que vino a unificar a la humanidad a pesar de nuestras diferencias únicas. Se burlaron porque aún no podían comprender a los demás. Para ellos, los visitantes en Jerusalén seguían siendo extraños que hablaban diferente, tenían un aspecto diferente y costumbres excéntricas. La multitud diversa seguía siendo un grupo de forasteros y una amenaza para ellos. Esto se debe a que sus corazones no estaban abiertos al Espíritu Santo.
Con sus corazones endurecidos e indiferentes a los sufrimientos de los demás, los que ejecutan esta ofensiva en contra de sus hermanos y hermanas en la familia humana han empezado ahora a exigir silencio a quienes protestan en contra de esa agresión. Cuando a los Apóstoles les pidieron que se quedaran tranquilos y que dejaran de proclamar las Buenas Noticias sobre Jesucristo, Pedro se levantó y proclamó: “Debemos obedecer a Dios antes que a los hombres”. Lo mismo ocurre con nosotros. Debemos seguir alzando la voz, especialmente al orar por la conversión y el ablandamiento de los corazones endurecidos, pero también al alzar la voz contra cualquier forma de violencia, represión, injusticia e intolerancia. En lo que a mí respecta, en plena conciencia, no puedo quedarme callado.
Felizmente, más personas están diciendo públicamente: "¡No más!". Lo que no queremos ver es la violencia que han desatado algunos manifestantes. La violencia es contraproducente. Simplemente se deja llevar por la misma dinámica que rechazamos. Nuestro camino debe ser el de la paz y la solidaridad, en particular la paz y la unidad del Espíritu Santo.
Depende de cada uno de nosotros escoger a qué grupo pertenecemos. El papa León XIV dijo en la Vigilia de Pentecostés: “En un mundo dividido y atribulado, el Espíritu Santo nos enseña a caminar juntos en unidad. La tierra descansará, la justicia prevalecerá, los pobres se alegrarán y la paz volverá, cuando dejemos de actuar como depredadores y comencemos a vivir como peregrinos. Ya no cada uno por su cuenta, sino caminando unos junto a otros”.
Para nosotros los católicos, elijamos ser verdaderamente parte del primer grupo, la Iglesia sin fronteras que valora nuestro catolicismo y unidad en la diversidad. Para los demás, esperemos que opten por ser parte del segundo grupo que aspira a la fraternidad social. Y nosotros oremos e invoquemos a este Espíritu de amor y paz para que nadie decida participar en el tercer grupo.