El instinto de sobrevivencia es uno de los más preciados en la vida humana. Ya se ha señalado, múltiples veces, que todas las necesidades del ser humano se pueden resumir a básicamente dos: la urgencia de vivir para siempre y el hambre insaciable de amar y ser amado. Si se toma una mirada interior y se revisa el comportamiento humano, se puede corroborar ese hecho. Y es que, parte del amarre original en la experiencia de pecado, es el egoísmo, la insistencia continua del amor propio. Es ese jalón del YO, el que es el obstáculo mayor en la entrega personal. La etapa más dramática del desarrollo humano es la adolescencia, cuando según se dice, “se pierde la inocencia”. Todo parece gravitar hacia ‘lo que YO quiero, lo que se me antoja’. Lo delicado de esa experiencia es que, al umbral de la joven adultez, se hacen decisiones para toda una vida adulta.
El joven se absorbe en sí mismo, preocupado con el que, ¿cómo luzco, cómo me ven, qué piensan de mí? Se concentra en lo físico, en las apariencias. Esa obsesión se supone, de cauce a otra etapa de mayor madurez, menos egocentrista. Y así, todo el proceso del desarrollo humano. Pasando por diferentes experiencias cada cual va aprendiendo sobre sus limitaciones y aptitudes. Es interesante caer en cuenta que uno aprende según va corrigiendo sus errores. Y aunque es gran sabiduría crecer superando las fallas, no siempre uno se muestra dispuesto a reconocerlas. Usualmente, hay resistencia al ser corregido. No es para sorprenderse que se muestre molestia, debido al orgullo personal. De ahí, lo difícil de admitir culpa.
Es un acto de fe extraordinario y una gracia especial del Espíritu Santo, cuando creemos que nuestros pecados pueden ser perdonados en el Sacramento de la Confesión. Claro, se añade de inmediato, que una cosa es ‘creer’ y otra cosa es actualmente ‘confesarse’. Ese “por mi culpa, por mi culpa, por mi grandísima culpa” es ya un don preciado, pero no adecuadamente valorado. La ironía en la práctica de la fe católica es que la gran mayoría de los bautizados no niegan el poder del sacramento, pero tampoco se confiesan. Y es que esa admisión de culpa, si se analiza, es propiamente una humillación personal. La palabra ‘humildad’ tiene sus raíces en ‘humus’, del latín que significa ‘tierra’. Es abajarse uno mismo, sin ínfulas de grandeza o importancia. Apertura a la humildad es requisito en cualquier intento de admisión de culpa.
Desde el inicio de la creación, el ser humano fallido, fue condenado a una vida de sufrimiento. Del libro de Génesis (3/17), aprendemos de su castigo: “Como hiciste caso a tu mujer y comiste del árbol del que te prohibí comer, la tierra va a ser maldita por tu culpa; con fatiga sacarás de ella tu alimento durante todo el tiempo de tu vida…” Cristo Jesús se hizo hombre, precisamente para rescatar esa situación de condena. El pecado fue perdonado, pero sus efectos siguen perjudicando toda la condición humana. El orgullo es fruto y muestra de esa situación. La admisión de culpa es muy difícil para una persona arrogante. Y de ahí, el enojo y la enajenación entre las personas. ¡Ay, cuánta angustia y dolor se vive en nuestras familias por ofensas de años pasados que nunca fueron reconciliadas! Tragedia mayor es cuando, aún hoy, esos enojos se perpetúan a través de varias generaciones. Muchos en la familia, ni saben el por qué ya no se hablan como parientes. Triste…, viven su fe, confiesan y comulgan, pero es como si la conciencia haya sido amordazada.
¿Cómo remediar una situación como esa? Se comienza desde la niñez, cuando en el proceso de la crianza, son los adultos los que se mantienen conscientes de que los niños aprenden más por lo que ven y escuchan que por lo que se les intente enseñar. Para los adultos que asumen un empeño de conversión, que insistan en creer que, con la ayuda del Espíritu Santo, ¡sí, se puede! Es un evitar la consabida actitud del ‘ya yo ya’. O sea, un ir más allá de la penosa herejía del conformismo. “Mire Padre”, dicen algunos, “yo no mato, yo no robo, no ando por ahí emborrachándome…” ¡Aplausos! Pero la verdad es que la vida de fe es mucho más que eso. Es un esfuerzo incansable de tomar en cuenta aquellos aspectos de su persona que todavía necesitan redención. Esa apertura a la mencionada mirada interior, mejor conocida como ‘examen de conciencia’, es la que no debe faltar al final de cada día. ¿En qué me molesté hoy? ¿En qué falté a la caridad? ¿Qué juicios hice de los demás? El ser humano es muy vulnerable al azote de su propia debilidad. Una vez que logra ‘ser bueno’…corre el riesgo de ignorar el ‘querer ser mejor’. Esa es la tarea de uno que ha conocido al Señor íntimamente. El amor a Dios debe de ser un amor inconforme. Un amor que no ignora lo frágil de su condición humana. Esa manera de ser capacita al seguidor del Señor Jesús, a insistir consigo mismo, que el pedir perdón es inevitable. La admisión de culpa, se pudiera señalar, ¡es el comienzo de la sabiduría!