La vida cristiana se fundamenta en la buena noticia de que Jesucristo resucitó de entre los muertos, y son esa fe y esa esperanza las que nos dan fuerza para enfrentar nuestras pruebas y dificultades y nos animan a seguir avanzando, como lo expresó nuestro querido papa Francisco (Spes non Confundit, 25). Al menos, así debería ser. Pero admitámoslo: en ocasiones, esa fe y esa esperanza pueden parecer conceptos demasiado abstractos, algo que aprendemos y por lo que oramos en la misa, pero que no siempre logran conectarse con nuestra experiencia cotidiana.
Dios lo entiende, y por eso, en los momentos más oscuros, cuando todo parece perdido, el Señor Resucitado —que renueva todas las cosas— nos envía señales: anticipos de la alegría prometida en la vida resucitada, donde ya no habrá más muerte, ni pena, ni dolor (Apocalipsis 21,4). Esos signos dan vida a las palabras del salmo: “Convertiste mi lamento en júbilo” (Salmos 30,12), y a las palabras de Jesús: “Esa tristeza se convertirá en gozo” (Juan 16,20).
Una de esas señales se manifestó en el humo blanco que emergió de la chimenea de la Capilla Sixtina, mientras el júbilo de multitudes diversas y multiculturales llenaba la Plaza de San Pedro y resonaba en muchos rincones del mundo. Todo esto contrastaba con la tristeza por la reciente muerte de nuestro santo padre Francisco. La señal vino con las palabras “Habemus Papam” y el anuncio del ex cardenal Robert Prevost como nuestro nuevo papa León XIV, de ascendencia italiana, francesa, española, criolla de Luisiana y haitiana.
Desde Chiclayo, Perú, hasta Chicago, Illinois, y en muchos otros rincones del mundo, hombres, mujeres y niños celebraron con alegría la llegada de un nuevo pastor y el comienzo de una nueva etapa para la Iglesia. Fue especialmente conmovedor ver a seminaristas peruanos saltar y aplaudir llenos de júbilo ante la noticia.
Personalmente, me llena de gozo saber que el Espíritu Santo haya guiado a los cardenales en la elección de un Papa misionero. Es cierto que, desde el pontificado de san Pablo VI, sus sucesores han llevado el Evangelio hasta los confines del mundo. Pero el papa León vivió la misión desde sus primeros años como sacerdote. Recuerdo a los misioneros religiosos que llegaron desde Estados Unidos a El Salvador y Guatemala cuando yo era niño. Me impresionaron profundamente su amor por la gente y su entrega, al punto de que muchos fueron martirizados por su fe durante los conflictos armados de aquella época. En su labor misionera en Perú, el entonces padre —y más tarde obispo— Prevost también alzó su voz contra la injusticia y la violencia.
Por eso no sorprende que las primeras palabras del papa León fueran: “La paz esté con ustedes”, el primer saludo del Cristo Resucitado. Y que añadiera: “una paz que proviene de Dios, el Dios que nos ama a todos, sin límites ni condiciones”.
No necesito decirles cuánto necesitamos todos esta paz y esta alegría. El mes pasado, escribí sobre la “guerra de miedo y terror” que enfrentan muchos inmigrantes y refugiados, y señalé cómo ellos —al igual que muchas otras personas— están viviendo, de forma muy real, la pasión de Jesús en sus propias vidas. Este mes, me llena de alegría decir que, por su comunión con nuestro Redentor, también participan de su Resurrección, no solo al final de los tiempos, sino también de manera tangible en esta vida.
Gracias a Dios, en estas comunidades oprimidas encontramos personas llenas de esperanza, una esperanza nacida de la Resurrección. Sí, aunque expresan miedo y ansiedad, y no saben qué les depara el futuro, no se entristecen como otros que no tienen esperanza (1 Tesalonicenses 4,13). Algo hermoso que estamos viendo es que confían en el Señor. Son un pueblo pascual.
Tenemos un motivo adicional para alegrarnos y mantener la esperanza: la elección de un Papa que se ha presentado como inmigrante y como hijo de inmigrantes, y que, por ello, comprende sus luchas. Al dirigirse al cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede, el papa León dijo: “Mi propia historia es la de un ciudadano descendiente de inmigrantes, que a su vez eligió emigrar. Todos nosotros, a lo largo de la vida, podemos encontrarnos sanos o enfermos, empleados o desempleados, viviendo en nuestra tierra natal o en un país extranjero, pero nuestra dignidad permanece siempre intacta: es la dignidad de una criatura querida y amada por Dios”.
También entiendo que no todos pueden experimentar plenamente esta esperanza y alegría en medio de tantas dificultades. A ellos les comparto las alentadoras palabras del papa León, quien dice: “Debemos pedir la gracia de ver la certeza de la Pascua en cada prueba de la vida y no perder el ánimo”.
Por eso, es fundamental acompañar a los demás, especialmente a quienes son marginados y oprimidos, para que sepan que estamos con ellos, que no están solos. Insisto, una vez más, en la necesidad de que más personas alcen la voz ante los funcionarios del Gobierno para decir: “¡Basta ya!”
Como nos recuerda el nuevo santo padre: “Quienes hacen historia son los que siembran paz, no dolor. Nuestros semejantes no son enemigos, sino seres humanos; no criminales que hay que despreciar, sino hombres y mujeres como nosotros”. Además, sin importar si venimos de Estados Unidos o de Perú, como el papa León; de Argentina, como el papa Francisco; de mi tierra natal, El Salvador o de cualquier otro rincón de América del Norte, Central o del Sur, todos somos criaturas queridas y amadas por Dios.
La Pascua está llamada a ser un tiempo de gozo y un momento para compartir la paz y el amor de Cristo Resucitado. Por eso, me duele que algunos aún no lo perciban así y que sigan ocurriendo actos oscuros y perturbadores que vulneran los derechos humanos y la dignidad de las personas. Les ruego especialmente a los funcionarios y agentes del Gobierno que aprovechen estos días de renovación para transformar también sus propios corazones. Que acojan la alegría y la gracia de la Pascua, que abracen la diversidad de la familia humana y que elijan un camino mejor, uno que respete la verdadera justicia y la dignidad humana. No solo por el bien de los demás, sino también por su propio bien.
La salvación pascual no beneficia a quienes se aferran a un corazón endurecido e injusto. Por eso les digo: ¡Vengan y abracen la Buena Nueva! ¡Vengan a compartir la paz del Cristo Resucitado! “Sigamos adelante, sin miedo, juntos, tomados de la mano de Dios y de unos con otros”, como nos ha invitado el papa León. “Ayúdennos, todos y todas, a construir puentes mediante el diálogo y el encuentro, uniéndonos como un solo pueblo, siempre en paz”.