El Adviento es un tiempo de espera. En la liturgia de estas semanas, un tema recurrente es la cercanía de Dios con la humanidad. Los profetas del Antiguo Testamento, especialmente Isaías, hablaron a un pueblo que yacía en la oscuridad y en el desánimo, encendiendo en ellos la esperanza de que Dios se acercará para salvarlos. "He aquí, una virgen concebirá y dará a luz a un hijo, y su nombre será llamado Emanuel", un nombre que significa "Dios-con-nosotros" (cf. Isaías 7:14). En otras palabras, Dios no permanecerá distante; estará íntimamente con su pueblo. Esta promesa de Emanuel, del Dios-Cercano, avivó en el pueblo de Israel el anhelo de salvación sabiendo que no había esperado y creído en vano. A través del exilio, la opresión y cada prueba, los profetas mantuvieron viva la visión de un Dios que deseaba estar presente entre sus hijos y de ofrecerles salvación.
Isaías pinta imágenes vivas de la paz y la justicia que traerá la llegada de Dios. Predice un tiempo en que "Convertirán sus espadas en arados... Una nación no alzará la espada contra otra”. La guerra y la violencia cesarán porque el reinado de Dios será de verdadera paz. En otro lugar, Isaías insiste: "Aquí está tu Dios. Él viene a salvarlos", asegurándole a los oprimidos que Dios mismo está en camino. Cada oráculo profético avivó el anhelo en el corazón de que estas promesas finalmente se cumplieran: ¡Ven, oh, Dios, estate cerca de nosotros! En el Adviento, hacemos nuestro antiguo grito y este anhelo, confiados en que nuestro Dios sigue siendo un Dios que se acerca para salvarnos.
La hermosa y tierna historia de Nuestra Señora de Guadalupe también es una expresión de ese mismo anhelo por la cercanía de Dios. La tradición nos cuenta que, en diciembre de 1531, la Virgen María se le apareció a un indígena recientemente convertido al catolicismo, llamado Juan Diego, en la colina de Tepeyac, en México. El contexto era un sistema colonial opresivo en el que los pueblos nativos se sentían aplastados e insignificantes. Todo el mundo conocido para los indígenas había colapsado. Sin embargo, María, llevando la presencia de Dios dentro de sí, vino hablando en su lengua materna y asemejándose a sus propios rasgos faciales. Ella confió a Juan Diego la misión de construir una iglesia, una "casita sagrada" donde el amor de Dios pudiera mostrarse a todos. Cuando el corazón de Juan Diego estaba turbado por la enfermedad de su tío moribundo, María le ofreció palabras tiernas de consuelo y cercanía:
"¿No estoy yo aquí, yo que tengo el honor de ser tu madre? ¿No estás en el hueco de mi manto, en el cruce de mis brazos? ¿Qué más puedes menester?"
A través de estas palabras tiernas y llenas de compasión y comprensión, María aseguró a Juan Diego (y a todos nosotros) que Dios no ha abandonado a los humildes. Como una madre amorosa, transmitió la compasión de Dios a quien se sentía impotente. La imagen milagrosa que dejó en la tilma de Juan Diego, una imagen de una doncella mestiza vestida con un huipil rico en símbolos nativos testificaba que Dios se había acercado a los pobres indígenas del Nuevo Mundo. Nuestra Señora de Guadalupe sigue siendo una señal poderosa de que Dios se pone del lado de quienes están marginados y oprimidos. Hoy en día, los inmigrantes y los pobres encuentran esperanza en sus palabras, percibiendo que el mismo Dios que habló a través de María ve sus lágrimas y los estrecha entre sus brazos maternales. El mensaje Guadalupano es esencialmente el mismo mensaje de Adviento: el Todopoderoso ha hecho grandes cosas por los humildes; Dios está con nosotros, incluso cuando la sociedad nos aparta y rechaza.
De hecho, como reflexionó el papa Francisco durante la recitación del Ángelus en el Advenimiento de 2016, "Dios eligió acercarse no en un palacio, sino en el vientre de una mujer pobre de Nazaret. Nació en un establo, visitado por pastores de clase trabajadora. La cercanía de Dios pone cabeza abajo los valores del mundo, los orgullosos se dispersan y los humildes son atesorados”. En María de Nazaret y en Nuestra Señora de Guadalupe, vemos a un Dios que se acerca tanto que incluso comparte los rasgos y el lenguaje de los pobres. Este es el misterio del amor que reflexionamos en el Adviento: un Salvador nacido para todos, especialmente para los más desfavorecidos entre nosotros.
El anhelo que despierta el Adviento no es solo para consuelo personal, sino el anhelo de un mundo transformado. La promesa bíblica de la venida de Dios siempre tuvo consecuencias sociales: justicia para los oprimidos, paz entre las naciones, una nueva comunidad bajo el reinado de Dios. Hoy seguimos anhelando ese mundo nuevo. Como escribió el papa Francisco en Fratelli Tutti: "Soñemos... Soñemos como una sola familia humana... cada uno de nosotros con su propia voz, hermanos y hermanas todos”. En otras palabras, la cercanía de Dios nos llama a imaginar el mundo entero como una sola familia unida en el amor, donde todos tienen un lugar en la mesa de la amistad y la fraternidad.
En este tiempo sagrado, estamos invitados a experimentar la cercanía de Dios y a extender esa cercanía a los demás. Puede ser tan sencillo y a la vez tan difícil como reunir a la familia para rezar junto a la corona de Adviento, acercarse a alguien que está solo o sufriendo, acercarse a una familia inmigrante del vecindario o de la parroquia, convirtiéndose, como María, en un signo del amor de Dios por ellos. Cada acto así, por pequeño que sea, responde al llamado del Adviento: "Preparen el camino del Señor, hagan rectos sus senderos". Preparamos su camino abriendo nuestros corazones y nuestras manos en amor.
Nuestro mundo hoy anhela precisamente aquello que Dios promete: misericordia, justicia, presencia, paz. En el Adviento nos atrevemos a creer que no son solo palabras idealistas, sino destinadas a cumplirse en Jesús. Dios está cerca, Dios es Emanuel, "Dios-con-nosotros". Si Dios está con nosotros, entonces no estamos solos en nuestras luchas, no debemos temer.
El Adviento nos recuerda que nuestra esperanza última reside en la llegada de Dios al final de los tiempos. Sabemos que ningún sistema terrenal, líder o plan pastoral puede lograr plenamente la utopía que buscamos. La justicia perfecta y la paz universal son, al final, dones del reinado del Mesías, realidades que solo se realizan plenamente cuando Dios es todo en todos. Sin embargo, lejos de hacernos pasivos, esta verdad nos inspira a trabajar aún más fuerte aquí y ahora para reflejar el reino de Dios.
Podríamos preguntarnos, cómo algunos hacen: ¿Estamos deseando algo inalcanzable? El papa Francisco y, tras él, el papa León XIV, nos han desafiado a no descartar estos santos deseos como ingenuos. Ellos nos han enseñado a ver estos anhelos como dados por Dios y como profundamente humanos, destinados a impulsar nuestra acción. Durante su reciente viaje a Oriente Medio, el papa León rezó para que "el deseo de paz, que viene de Dios", creciera en cada corazón. Afirmó que incluso ahora "la paz puede transformar la forma en que miramos a los demás y la manera en que convivimos". Pidió la gracia para sanar la memoria de aquellas heridas personales y colectivas que requieren largos años y, a veces, generaciones enteras para sanar. En otras palabras, nuestro anhelo de paz, de justicia, de convivencia, de pertenencia en sí mismo, son un signo de la cercanía de Dios y una invitación a empezar a vivir hoy según su reino.
Al final, la cercanía de Dios es la respuesta a todo anhelo del alma humana. Es el regalo del Adviento y la gloria de la Navidad. Dios está cerca, y eso lo cambia todo.
