En el libro de Génesis, Adán y Eva se escondieron después de caer en cuenta de su acto de desobediencia a Yahvé, el Señor (3/8-10). Todo este incidente del capítulo 3, tiene el propósito de explicar lo innegable de la realidad del pecado en la vida del ser humano. Se relata que, después de pecar, tuvieron miedo y se escondieron. La condición humana ha heredado esa misma fragilidad, ese mismo miedo y esa tendencia a esconderse ante la conciencia de culpa. El pasaje afirma también la libertad que tiene esa criatura creada por Dios, de actuar según su voluntad y decisión. Toda la Historia de Salvación da testimonio de la compasión misericordiosa que Dios continúa teniendo ante lo errático e impredecible del comportamiento humano. El apóstol Pablo toca este tema cuando en su carta a los Romanos señala en el capítulo 7: “19 Quisiera hacer el bien que deseo y, sin embargo, hago el mal que detesto. 20 Ahora bien, si hago lo que detesto, no soy yo quien lo hace, sino el pecado que se ha apoderado de mí.” Triste reconocerlo, pero la mejor de las intenciones de conversión personal, siempre se enfrenta al desafío de esa fragilidad de la carne e inconsistencia.
¡Ay, cuantas decepciones y angustias se viven, aun cuando después de algún retiro espiritual, se aspira a una conversión más decidida, más consecuente! La bendición en medio de esa frustración y fallo, es que el Señor Jesús, conocedor como es de la condición humana, nos dejó a Su Iglesia y el sacramento de la confesión. El milagro que ocurre cada vez que un pecador arrepentido acude al confesionario con un corazón contrito, es inexplicable. El sacerdote, pecador como todos los humanos, es conocedor de la miseria que sufre el penitente. Parece irónico, ¡pero es a un pecador a quien se le concede el poder de perdonar pecados! Nótese que un doctor en medicina no tiene que padecer de cáncer para diagnosticar esa enfermedad en algún paciente. Así mismo con el sacerdote cuando perdona a un penitente. La grandeza de nuestra fe católica nos lleva a aceptar ese milagro…, ¡la incongruencia de un pecador perdonando a otro pecador!
Pero, como todos saben, los católicos, en general, se abstienen de frecuentar la confesión, mayormente por miedo o por la vergüenza que conlleva la admisión de culpa. Como en el matrimonio o cualquier amistad íntima, la condición humana se resiste a la humillación personal. El orgullo y la vanidad afectan con mayor impacto a la gente insegura. El mero hecho de ponerse en una línea esperando su turno para confesarse, es ya una manifestación pública de ser un pecador. Además, es de gran ayuda espiritual el reconocer que un buen examen de conciencia contribuye a la salud mental personal. Es irónico que hoy en día, algunos gastan un dineral yendo a un psicólogo consejero, sin tomar en cuenta que la confesión es gratis, concede gracia santificante y a la larga, tiene los mismos efectos del desahogo y beneficio psicológico.
En general, vivir y practicar la fe católica es una tradición para nuestro pueblo hispano americano. Se nace en un país católico y la familia, a modo normal, espera que el bebé sea bautizado. Por eso es que hoy en día se usa la frase, ‘católico de tradición no de convicción’. El proyecto más dramático de la pastoral parroquial es motivar al pueblo santo, a la conversión. Esto implica una decisión voluntaria de abrazar la fe recibida con un empeño renovado de ser fiel. No, no es algo que ocurre de la noche a la mañana. Se despierta -en uno- una toma de conciencia de un amor a Dios que sostiene, forma, informa y transforma todo su comportamiento. Entre los muchos efectos de esa conversión, se siente a modo más dramático, lo inescapable del sentido de culpa. “Soy un pecador en constante necesidad del perdón de Dios”. Se llega entonces a valorar el sacramento de la confesión, como fuente de sanación y fortaleza.
Triste admitirlo, pero la gran mayoría de nuestro pueblo no ha llegado a esa etapa. El amor es una decisión, además de un sentimiento de atracción. Esto implica que la inquietud de poder amar requiere una conciencia de responsabilidad. Y esto incluye siempre un ‘pedir perdón’. Para los católicos, ese ‘perdóneme Padre, porque he pecado…’ en la fórmula de la confesión, no ocurre con facilidad. Es fruto de una decisión, una determinación de querer sanar, de querer cambiar la vida, de ir más allá del conformismo. Como bien se sabe, ¡el mayor enemigo del ser bueno, es no querer ser mejor! Pero el católico sabe que todo es obra del Espíritu Santo. Lo que falta es dejarse guiar por ese Espíritu, siempre confiado que la misericordia de Dios es mucho mayor de lo que podemos entender. El miedo paraliza, y es ese miedo el que usualmente impide la apertura al arrepentimiento y a la confesión. El respeto humano es indispensable para la convivencia y la felicidad. Pero también es el causante del orgullo, un sentirse satisfecho con jactancia. Lo que incluye usualmente, una actitud de crítica, que desmejora los méritos del prójimo.
En la decisión de acudir al sacramento de la confesión, está incluido el profundo sentimiento de querer seguir amando a Dios. Ayuda a la paz interior, la convicción de que Dios lo puede todo, excepto dejar de amar. Eso sería conflictivo con su propia naturaleza, según se conoce el misterio de su divinidad. Es el apóstol San Juan quien afirma: “Amados, amémonos unos a otros, porque el amor es de Dios. Todo el que ama, es nacido de Dios, y conoce a Dios” (I Juan 4:7).

 
 
		 
		 
					 
		