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‘No al miedo y a la indiferencia ante la profunda injusticia que sufren los indocumentados’, dice cardenal McElroy en jornada mundial del migrante

“Todos estamos en este viaje de la vida y es la gracia de Dios, en esta peregrinación, la que nos reúne para apoyarnos unos a otros y ser solidarios, particularmente en tiempos difíciles y de lucha. Y levantarnos unos a otros y ayudarnos unos a otros a seguir adelante”, dijo el cardenal Robert McElroy, arzobispo de Washington, al término de la misa por la Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado celebrada, en la catedral de San Mateo Apóstol, el 28 de septiembre de 2025. Foto/captura pantalla

Como Iglesia, debemos consolar y solidarizarnos con los hombre y mujeres indocumentados cuyas vidas están siendo trastornadas por la campaña de miedo y terror del Gobierno; como ciudadanos, no debemos quedarnos callados mientras esta profunda injusticia se lleva a cabo en nuestro nombre, precisó el cardenal Robert McElroy en la misa por la Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado celebrada, en la catedral de San Mateo Apóstol, el 28 de septiembre de 2025.

“El coraje y el sacrificio deben ser el sello distintivo de nuestras acciones en este momento de sufrimiento histórico y deliberado que se inflige a personas que viven vidas verdaderamente buenas y que son ganancias para nuestra nación”, subrayó el arzobispo de Washington.

Indicó que la penetrante visión y gloria del samaritano fue su rechazó la estrechez y la miopía de la ley para comprender que la víctima junto a la cual pasaba era verdaderamente su prójimo.

En el Evangelio de hoy -dijo-, el sacerdote y el levita son un duro recordatorio de que, frente al sufrimiento, a menudo elegimos pasar de largo, a veces por indiferencia, a veces por miedo, a veces por una renuencia general a involucrarnos.

“Las palabras de Jesús, quien rechazó esta indiferencia, este miedo, esta desgana, solo permiten una opción, al comprender y enfrentar la opresión de los hombres y mujeres indocumentados entre nosotros, solo podemos tener una respuesta: Yo estaba, Señor, porque vi en ellos tu rostro.”

A continuación, el texto de la homilía que el cardenal Robert McElroy pronunció en la misa celebrada, en la catedral de San Mateo Apóstol, por la Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado:

Durante los últimos ciento diez años, hemos celebrado misas en todo nuestro país para honrar y apoyar a los inmigrantes y refugiados que han venido a esta nación, como parte de esa corriente de hombres y mujeres de todas las tierras que han convertido a Estados Unidos en una gran nación. Sin embargo, este año se distingue de los ciento diez años que lo precedieron. Este año nos enfrentamos, como país y como Iglesia, a un asalto sin precedentes contra millones de hombres y mujeres inmigrantes y familias que están entre nosotros.

Nuestra primera obligación como Iglesia es abrazar de manera constante, inquebrantable, profética y compasiva a los inmigrantes que están sufriendo tan profundamente debido a la opresión que enfrentan. Nuestra comunidad católica aquí en Washington ha sido testigo de muchas personas de profunda fe, integridad y compasión que han sido detenidas y deportadas durante la ofensiva que se ha desatado en nuestra nación. Un profundo ministerio de consuelo, justicia y apoyo debe ser el sello distintivo de nuestro cuidado espiritual y pastoral en este momento, y agradezco a todas las parroquias, sacerdotes y líderes religiosos de nuestra comunidad que han asumido este ministerio, muchos de los cuales están hoy presentes aquí.

Para la comunidad indocumentada de nuestra Arquidiócesis, su testimonio diario de fe y familia, trabajo duro y sacrificio, compasión y amor es un profundo reflejo de las virtudes más profundas de nuestra fe y las aspiraciones más nobles de nuestra nación. El tema de la procesión de hoy es la esperanza en medio de la adversidad, y en estos días de profundo sufrimiento ellos nos dan un ejemplo de esperanza transformadora y resiliencia que se basa en el Evangelio de Jesucristo, cuya cruz simboliza en su esencia el sufrimiento en medio de la injusticia, y el reconocimiento de que, en nuestros momentos de mayor dificultad, nuestro Dios está con nosotros.

Estamos presenciando una agresión gubernamental integral creada para infundir miedo y terror entre millones de hombres y mujeres, quienes con su presencia en nuestra nación han estado alimentando precisamente los lazos religiosos, culturales, comunitarios y familiares que son los más desgastados y los más valiosos en este momento de la historia de nuestro país. Esta ofensiva, que busca hacer la vida insoportable para los inmigrantes indocumentados, está diseñada para separar a las familias, alejando a las afligidas madres de sus hijos, y a los padres de los hijos e hijas que son el centro de sus vidas. Eso trae como daño colateral el horrible sufrimiento emocional que se está imponiendo a los niños que nacieron aquí, pero que ahora enfrentan la terrible elección de perder a sus padres o abandonar el único país que han conocido.

La doctrina social católica establece que cada nación tiene derecho a controlar efectivamente sus propias fronteras y proporcionar seguridad. Por lo tanto, los esfuerzos para asegurar nuestras fronteras y deportar a los inmigrantes indocumentados condenados por delitos graves constituyen objetivos nacionales legítimos. A veces, nuestro Gobierno afirma que estos objetivos constituyen la esencia y el alcance de sus esfuerzos de aplicación de la ley de inmigración, y si eso fuera cierto, la enseñanza católica no plantearía ninguna objeción.

Pero la realidad que enfrentamos aquí en la Arquidiócesis de Washington y en todo nuestro país es muy diferente. Nuestro Gobierno está comprometido, por su propio reconocimiento y por las tumultuosas acciones de aplicación de la ley que ha emprendido, en una campaña integral para desarraigar a millones de familias y hombres y mujeres trabajadores que han venido a nuestro país en busca de una vida mejor, incluyendo sus contribuciones para construir los mejores elementos de nuestra cultura y sociedad. Esta campaña se basa en el miedo y el terror, ya que el Gobierno sabe que no puede tener éxito en sus esfuerzos a menos que traiga nuevas dimensiones de temor y angustia a la historia y la vida de nuestra nación. Su objetivo es simple y unitario: robar a los inmigrantes indocumentados cualquier paz real en sus vidas para que en la miseria se "auto deporten"

¿Cuál es el fundamento moral del Gobierno para emprender una campaña tan amplia de miedo, para desalojar a diez millones de personas de sus hogares y expulsarlas de nuestro país? El Gobierno dice que la respuesta es simple y determinante: violaron una ley cuando ingresaron o eligieron quedarse en Estados Unidos.

Pero el Evangelio de hoy propone una medida muy diferente para determinar si diez millones de hombres y mujeres y niños y familias que han vivido junto a nosotros durante décadas deben enfrentar el terror y la expulsión: ¿son ellos nuestro prójimo?

La parábola del Buen Samaritano es la parábola más grande que Jesús dio a la formación de nuestras vidas morales y nuestra comprensión de los lazos de comunidad, sacrificio y abrazo en este mundo. El elemento más sorprendente de la parábola no es que el samaritano se diera cuenta del hombre que había sido robado, o que estuviera dispuesto a sacrificarse en su nombre o que pusiera su propia vida en riesgo al detenerse en un lugar muy peligroso para ver si se necesitaba ayuda. No, el elemento más llamativo de la parábola es que el samaritano estaba dispuesto a rechazar las normas de la sociedad que decían que debido a su nacimiento y estatus no tenía ninguna obligación con la víctima, que era un judío. La penetrante visión y gloria del samaritano fue que rechazó la estrechez y la miopía de la ley para comprender que la víctima junto a la cual pasaba era verdaderamente su prójimo y que tanto Dios como la ley moral lo obligaban a tratarlo como tal.

De la misma manera, para nosotros, como creyentes y ciudadanos, nuestra obligación con respecto a las mujeres y hombres indocumentados es preguntarnos: ¿Son realmente nuestro prójimo? ¿Es nuestra prójima la madre que se sacrifica en todas las dimensiones de su vida para criar a los hijos que vivirán de manera correcta, productiva y cuidadosa? ¿Es nuestro prójimo el hombre que está siendo deportado, a pesar de que tiene tres hijos que sirven en la Infantería de Marina, debido a los valores que les enseñó? ¿Es nuestra vecina la mujer que trabaja para brindar atención domiciliaria a nuestros padres enfermos y ancianos? ¿Es nuestro prójimo el joven adulto que vino aquí cuando era niño y ama a esta nación como el único país que ha conocido? ¿Es nuestra prójima la mujer indocumentada que contribuye incansablemente a nuestra parroquia, cuidando la iglesia, dirigiendo el rosario diario?

En el Evangelio de hoy, Jesús nos dice que la perspectiva central que debemos aportar para comprender la legitimidad moral de la campaña de miedo y deportación que se libra en nuestro país hoy en día surge de los lazos de comunidad que han llegado a unirnos como vecinos, no del hecho de que en algún momento de su pasado los individuos violaron una ley al entrar o permanecer en Estados Unidos.

Es esta perspectiva la que debe formar nuestra postura y acción como personas de fe. Como Iglesia, debemos consolar y solidarizarnos con los hombres y mujeres indocumentados cuyas vidas están siendo trastornadas por la campaña de miedo y terror del Gobierno. El coraje y el sacrificio deben ser el sello distintivo de nuestras acciones en este momento de sufrimiento histórico y deliberado que se inflige a personas que viven vidas verdaderamente buenas y que son ganancias para nuestra nación. Como ciudadanos, no debemos quedarnos callados mientras esta profunda injusticia se lleva a cabo en nuestro nombre. El sacerdote y el levita en el Evangelio de hoy son un duro recordatorio de que, frente al sufrimiento, a menudo elegimos pasar de largo, a veces por indiferencia, a veces por miedo, a veces por una renuencia general a involucrarnos.

Pero Jesús rechazó esta indiferencia, este miedo, esta desgana. Sus últimas palabras en el Evangelio solo permiten una opción. ¿Cuál de estos, en su opinión, era prójimo de la víctima del ladrón? Al comprender y enfrentar la opresión de los hombres y mujeres indocumentados entre nosotros, solo podemos tener una respuesta: Yo estaba, Señor, porque vi en ellos tu rostro.



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