Hace unas semanas fuimos testigos de un acontecimiento histórico, cuando los cardenales de la Iglesia eligieron al cardenal estadounidense Robert Prevost como nuestro próximo Papa. La elección ha despertado gran entusiasmo tanto en Estados Unidos como en muchas otras partes del mundo.
Pero más allá de esa elección, creo que el cónclave nos dejó otro regalo igualmente valioso, aunque fácilmente pueda pasar desapercibido: fuimos testigos de la acción del Espíritu Santo y de la profunda confianza que la Iglesia deposita en el Paráclito, nuestro guía y defensor divino, el aliento mismo de Dios.
Desde los primeros días de la Iglesia, sus líderes han invocado al Espíritu Santo para discernir quién debe suceder a Pedro. Qué bendición fue ver a los cardenales orar “Ven, Espíritu Santo” al ingresar a la Capilla Sixtina, y qué gran recordatorio para nosotros, especialmente en vísperas del Domingo de Pentecostés.
En ocasiones, nos resulta más natural dirigirnos al Padre o al Hijo, y tal vez pasamos por alto que el Espíritu Santo también es parte esencial de la Santísima Trinidad: un solo Dios en tres personas. Pentecostés nos ayuda a recordar esta verdad, al conmemorar la llegada del Espíritu Santo sobre los apóstoles. Para mí, este acontecimiento marca el nacimiento de la Iglesia y tiene una importancia comparable a la Pascua y la Navidad dentro de nuestra vida de fe.
Tal como aprendemos en el capítulo dos de los Hechos de los Apóstoles, el Espíritu descendió sobre los discípulos de Jesús con la fuerza de un viento impetuoso y lenguas de fuego. “Todos quedaron llenos del Espíritu Santo” (Hechos 2,4).
Verdaderamente llenos del Espíritu de Dios, los apóstoles vencieron su gran temor y ansiedad para proclamar el mensaje de Jesús. Fue entonces cuando nació la Iglesia, el día en que Pedro predicó con tanta convicción que logró que tres mil personas abrazaran la fe.
Aquel encuentro los transformó por completo. De los doce apóstoles, once entregaron la vida por su fe. Fortalecidos por el Espíritu, no dejaron de proclamar que Jesús era la resurrección y la vida, aunque eso significara enfrentar la muerte, ya fuera por lapidación, decapitación o crucifixión.
En Pentecostés no hay tarjetas conmemorativas ni despliegues comerciales como sucede en otras grandes festividades. Aun así, es una de las fechas más significativas para la Iglesia y para nuestro propio camino espiritual. En ella recordamos y celebramos que el Espíritu Santo también se derrama sobre cada uno de nosotros, nos guía y transforma nuestra manera de vivir y expresar la fe.
Una de las celebraciones más impactantes que he vivido fue una misa de Domingo de Pentecostés. Cuando era párroco de Our Lady of Mercy en Potomac, organizábamos una gran conmemoración. Ese día, solo celebrábamos dos misas dominicales —una a las 9 de la mañana y otra al mediodía— para congregar a toda la comunidad. La música era extraordinaria, el templo se llenaba por completo y el ambiente era de auténtica alegría. Pentecostés hacía que la Iglesia vibrara con fuerza, y todos nos sentíamos particularmente tocados por la presencia del Espíritu Santo.
Antes de que se construyera la nueva iglesia, más amplia, celebrábamos esas misas en el estacionamiento, bajo una enorme carpa. Aquel Pentecostés fue un día especialmente caluroso de principios de junio. Habíamos levantado los laterales de la carpa para permitir la circulación del aire, pero no había ni una pizca de brisa.
Sin embargo, justo durante mi homilía, un viento fuerte surgió repentinamente y atravesó la carpa. Fue tan potente que derribó varios jarrones grandes llenos de flores. Todos quedamos en silencio. ¿Qué fue eso? ¿De dónde vino? ¿Sería el Espíritu Santo manifestándose de nuevo con fuerza, como un viento impetuoso, para recordarnos que sigue presente y activo en el mundo y en nuestras vidas?
La carpa instalada en el estacionamiento estaba situada muy cerca de la larga pared lateral de la iglesia. Mientras predicaba desde el ambón, yo tenía la iglesia a mis espaldas y a la asamblea al frente. De manera inesperada, ese viento tan intenso pareció surgir precisamente desde la dirección de la iglesia y empujó los grandes y pesados jarrones hacia la congregación. No soy experto en física, pero me cuesta entender cómo pudo formarse una ráfaga tan fuerte en ese estrecho espacio entre la iglesia y la carpa.
Sea cual sea la explicación, aquel instante quedó grabado en mi memoria como un recordatorio claro y conmovedor del poder del Espíritu Santo. Ahora que nos preparamos para celebrar nuevamente su venida, mantengamos el corazón abierto a sus inspiraciones en nuestro caminar. Así como oramos al Padre y al Hijo, tal vez podríamos dedicar más tiempo a invocar al Espíritu Santo en los próximos meses, con la confianza de que nosotros y nuestras familias seremos guiados por nuestro divino defensor.
Agradezcamos la presencia del Espíritu y reconozcamos cada vez más profundamente que nuestro defensor, enviado por Dios, está presente, actúa entre nosotros y nos guía constantemente. Abramos el corazón a su consuelo y dirección, percibamos el soplo de Dios en lo más profundo de nuestro ser y reconozcamos su acción en cada aspecto de nuestra vida.