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El desafío del COVID, cómo revitalizar el culto comunitario

Un grupo de fieles hispanos participan en una misa en la Basílica Nacional de la Inmaculada Concepción. Foto/Mihoko Owada

A lo largo de nuestras vidas, hemos sido testigos de muchos cambios, pero la ola de transformaciones que nos dejó la era del COVID resultó mucho mayor y más rápida de lo que podríamos haber imaginado. En el pasado, pudimos observar cómo nuestra crema dental favorita desaparecía silenciosamente de los estantes. Esperábamos con ansias la llegada anual de los últimos modelos de automóviles. También vimos con tristeza cómo nuestros dulces favoritos de la infancia iban desapareciendo del mercado. Los anuncios de cigarrillos, que antes eran tan populares, fueron desapareciendo – afortunadamente - a causa de las advertencias médicas sobre sus peligros. Sin embargo, aquellos cambios sucedieron de una manera más gradual. Ahora, después del COVID, la rapidez y el volumen de los cambios se han intensificado.

La vida en la Iglesia también ha experimentado numerosos cambios que antes eran inimaginables. En el pasado, los servicios religiosos televisados se transmitían, usualmente, solo los domingos por la mañana. Ahora, las redes sociales ofrecen una amplia gama de opciones para misas, novenas y rezos del rosario, casi a cualquier hora del día o de la noche. Anteriormente, las transmisiones de los servicios religiosos se dirigían principalmente a quienes vivían confinados en casa o tenían limitaciones físicas. Hoy en día, sirven como sustitutos para quienes, simplemente, los encuentran convenientes.

Los servicios religiosos transmitidos no son - ni nunca lo han sido - lo mismo que la experiencia de reunirse en una comunidad viva para orar. Incluso las mejores transmisiones no logran capturar la experiencia católica del compromiso sacramental físico, independientemente de lo convenientes o atractivas que puedan parecer. Es cierto que cumplen una función valiosa para quienes están aislados en sus hogares o enfrentan limitaciones físicas significativas, pero no representan la expresión sacramental de la fe católica, ya que carecen de la experiencia de reunirse en comunidad para orar. Desde los primeros días, cuando los miembros de la iglesia se reunían en secreto en las catacumbas, el culto no se concebía para ser celebrado en aislamiento.

El COVID nos dejó un gran desafío: ¿cómo podemos volver a comprometer eficazmente a las personas con el culto comunitario? La conveniencia de los dispositivos personales ha agravado esta situación, ya que éstos facilitan la realización de muchas tareas importantes en aislamiento y soledad. Aunque las personas pueden orar - y ciertamente lo hacen - de manera tranquila y privada, el culto requiere fundamentalmente la participación comunitaria.

Nuestra reciente y emocionante experiencia con los Juegos Olímpicos demostró cómo la energía colectiva de participar en estas actividades - incluso como espectadores - puede ser revitalizante tanto para los atletas como para el público.

Ciertas actividades exigen una participación activa, y esto es algo que la constitución sobre la Liturgia del Concilio Vaticano II alentó fervientemente. Dice: “Al reformar y fomentar la sagrada Liturgia, hay que tener muy en cuenta esta plena y activa participación de todo el pueblo, porque es la fuente primaria y necesaria de donde han de beber los fieles el espíritu verdaderamente cristiano, y por lo mismo, los pastores de almas deben aspirar a ella con diligencia en toda su actuación pastoral, por medio de una educación adecuada”. [Sacrosanctum Concilium #14].



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